Todas las tardes, desde hace varias semanas acudía al parque. Era un sitio estupendo para reunirse con los demás, para descansar, para disfrutar del atardecer en compañía.
Él había sido de los primeros en descubrirlo pero las buenas noticias vuelan y nadie se quería perder ya esas puestas de sol, ese frescor que regalaban las copas de los árboles, y el rumor de las fuentes que salpicaban todo el parque. No había un sitio mejor en la ciudad para terminar los calurosos días de verano.
Entre las risas de los niños, los ladridos de los perros y el chirriar de los columpios llegaba al lugar de siempre, al de cada tarde, porque era de costumbres fijas, y desde su rinconcito, cerraba los ojos para disfrutar de la paz que poco a poco se iba adueñando del parque, hasta que solo quedaban ellos , la solitaria estatua del poeta y el rumor de la fuente.
Siempre era la misma escena, pero una tarde tuvo un presentimiento. Las cosas no siguieron el orden establecido. El atardecer perdió su rutina armoniosa cuando notó que le observaban. A él y a todos los demás, y eso le hizo sentir escalofrios. Algo no iba bién. Cada vez llegaba más y más gente que se amontonoba a lo largo de la zona acordonada. Y el silenció añorado no llegó esa noche. El ruido ensordecedor casi le hizo estallar la cabeza y entendió que de nuevo tenía que emprender el vuelo, como los demás.
El estornino escapó sin rumbo fijo. ¡Qué dura es la vida del estornino!
(...Y mientras las bandadas de estorninos abandonaban el parque, los ciudadanos, por fín, respiraron tranquilos...)
Acostumbrarse a ser, a hacer.
ResponderEliminarMuy buena entrada.
Tiene magia.
Acostumbrarse a ser, a dejar de ser y a volver a ser, de cero...Y a hacer, claro.
ResponderEliminarGracias Javier
Otros "acostumbrados" tratan de que nadie más se acostumbre. Muy bonita entrada.
ResponderEliminarSaludos
Pues mira, si,capitán, no había pensado yo eso, pero es verdad. Buen punto de vista.
ResponderEliminarUn saludo
Deja que te cuente una bella historia al hilo de esta entrada...
ResponderEliminarEn un parque dos estatuas de un hombre y una mujer se observaban la una a la otra desde hacía cincuenta años.
Un día, un ángel del Señor descendió a la tierra y dijo a las estatuas:
"Dios me ha ordenado que os conceda la Gracia de la Vida durante treinta minutos para que hagáis lo que siempre hayáis deseado"
Y extendiendo su mano dotó a las estatuas de vida, las cuales se miraron a los ojos, se dieron la mano y, sin decir nada, caminaron hacia unos arbustos tras los cuales se escondieron.
Quince minutos más tarde ambas estatuas salieron de detrás de los arbustos con cara de felicidad. El ángel les esperaba sentado sobre uno de los pedestales.
"Aún os restan quince minutos" - dijo el ángel.
Y el hombre miró a la mujer y le propuso:
"¿Quieres que lo hagamos de nuevo, cariño?"
A lo que ella respondió:
"De acuerdo. ¡¡¡Pero esta vez tú sujetas al estornino y yo me cago encima de él!!!"
Jodidos estorninos. ¡Ja! ¡Las ratas del aire!
Enrique, Ya sabia yo que tu lado pragmático no iba a pasar por esta entrada sin cagarse en los estorninos.
ResponderEliminarEs una historia divertida. Las estatuas ¿eran oscenses?
Pues va a ser que sí...
ResponderEliminarDe todas maneras, y para que no pienses que soy un alma insensible, te diré que un parque sin pájaros... nunca será del todo un parque.
No sé si conoces un corto precioso de Antonio Mercero que se titula "Los Pajaritos". Trata de dos ancianos que se empeñan en salvar la vida a una pareja de canarios que están abocados a la extinción en una ciudad llena de humos, ruidos y suciedad...
Lo otro... bueno, son daños colaterales. Un mal menor.