Los cuatro dias de descanso de la Semana Santa sientan fenomenal. Son unos dias en los que se puede aprovechar para hacer esas cosillas que no puedes hacer normalmente, o se pueden emplear en algo que a mí me parece maravilloso, que es no-hacer-nada.
Sea cual sea la elección, las tradiciones de la Semana Santa te alcanzan estés dónde estés, procesiones, tambores, carracas, torrijas, saetas, incienso y el chocolate de los huevos...
Las vacaciones han terminado, la operación retorno ha terminado, el colegio ha empezado y los huevos siguen aquí. En la cocina, abra el armario que abra, aparece un huevo o los restos de lo que fué un huevo hecho pedacitos. Alli están, esperando el momento en el que uno de los niños vaya y se le ocurra comérselo...pero ese momento nunca llega.
La emoción del huevo de Pascua dura unos quince segundos. El tiempo que tardan los crios en verlo todo chuli envuelto, desenvolverlo, romperlo, destrozarlo y despedazarlo para ver si dentro hay un regalito (¡cuanto daño han hecho los Kinder sorpresa!) y después de eso el fin, la nada. El huevo pasa a la historia. Hasta el año que viene. Aur revoir. Sayonara baby.
Y durante un tiempo indefinido los huevos que han regalado tios, abuelos y padres (si, yo también compré los dichosos huevos), se juntan con los polvorones rancios de hace dos navidades, con las peladillas de un bautizo de a saber cuando y forman una comunidad de ocupas en los armarios de la cocina.
De vez en cuando recuerdo a los niños que allí tienen el chocolate de los huevos, pero no muestran ningún interés.
Un día a mi se me hinchan las narices y procedo a dasalojar a los ocupas de la cocina. Hago lo que nunca debería hacer, lo que menos me conviene. Me como el chocolate y asunto arreglado.
Vaya, vaya... como es eso de en el pecado está la penitencia.
ResponderEliminarO como decia aquel, manda huevos.