Parece que si no ponemos nombre a una cosa esta no existe, que si evitamos pronunciar determinadas palabras, estas no son. Parece que tenemos el poder de hacer desaparecer cosas dolorosas, sentimientos que no entendemos o hechos que nos desbordan solamente negándoles el nombre, la palabra, como si fuéramos Dios. Pero con nombre o sin él, con palabras o sin ellas las cosas siguen ahí, en nuestra realidad llena de otros nombres.
La palabra "muerte" es una de las más difíciles de pronunciar, por eso a veces buscamos sinónimos o circunloquios que suavicen algo tan tremendo, pero tan real y cotidiano como inherente a todos nosotros. Es una palabra fea que define una realidad que nadie desea. A mí tampoco me gusta. La pronuncio con respeto, con la boca pequeña y sin querer darle demasiada entidad, pero con la certeza de que algún día mi nombre y el suyo se encontrarán en una frase.
Lo maravilloso de las palabras es que pueden encontrar la belleza incluso en cosas así de "feas".
Esta tarde, y de ahí viene esto, he encontrado en una tarjeta que me llevé de La Campana de los perdidos, estos versos de Angel Guinda:
EL ÚLTIMO DESEO
Que la imagen que de mí te acompañe
sea una luz amable, alegre, viva.
Que no padezcas mi decrepitud.
Que no te enteres nunca de que he muerto.
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